No podía salir de mi asombro, mis amigos del salón vivían a la vuelta de la esquina, y yo que pensaba estaba solo, incluso en mi barrio. Se lo conté a mi abuela y no detenía mis ganas de ir a verles pronto para jugar, conversar e incluso salir al parque Torres Paz, para trepar algunos árboles o jugar a las escondidas como siempre había querido y no había tenido con quien. Al día siguiente un tico guinda, que fungía de movilidad escolar, llegó por mí tocando el claxon y se estacionó en la esquina. Yo rápidamente tomé mi lonchera de Los Picapiedras llena de galletas pícaras y panes con mantequilla mientras sujetaba fuertemente mi mochila, la cual llevaba los cuadernos mejor forrados en todo el aula. Misteriosamente el tico guinda volteó la esquina y se detuvo en la puerta de una quinta. Sí, era el papá de mis amigos, estaba saludando y ordenando pongan las maletas de sus hijos en la parte posterior del auto, previniendo y evitando cualquier incomodidad que sus hijos pudieran experimentar. Les saludé y el viaje continuó, en medio de conversaciones académicas, directo hasta el colegio.
Durante las clases nos llevábamos bien, conversabamos mucho, tanto que nos esperabamos para sujetarnos la parte trasera de nuestras chompas uno tras otro en la fila que cruzaba el patio en dirección a la reja de salida. En las tardes solía almorzar mis dos platos de fondo luego de ser recibido por mi abuela y mi perrito, Pitufo; y si tenia permiso iba hacia la quinta, donde trepaba algunos escalones de fierro para llegar al timbre del interior número uno. La pasabamos muy bien, ambos teníamos televisión por cable y nos gustaba recrear algunos programas de ahí, entre ellos el más memorable "El templo Escondido". Su casa tenía muchas puertas, escaleras, barandas y closets empotrados asi que era ideal para rellenas los juguetes de playa con papelitos trozados y asi, fabricar inocuas trampas capaces de caer al no tener cuidado en el circuito
A las 4 de la tarde, ellos tomaban su taza con leche, era una acto religioso y obligado, no comprendía por qué, pero muchas veces me daban una a mí también. Era muy rica, y siempre la dejaba vacía en el lavadero de su pequeña y acojedora cocina. Por cierto, tenian cosas extrañas para mí, un hervidor de agua rectangular con cañito dosificador y luces rojas, una caja metálica sobre la cocina e incluso un rincón en la sala lleno de botellas coloridas, no sabía para que las ponían ahí, pero definitivamente era muy diferente a mi casa. Luego de horas de jugar al taxi en los escalones de la escalera, al crucero en el camarote del cuarto y a los espías pegando las antenas de los walkie talkies al mango de una sombrilla puesta cerca a la azotea; alguien de mi familia me recogía a las 6 o 7 de la noche, justo en la mejor parte del juego. No podía quedarme más. Segun mi madre, era demaciada conchudez y estaba bien que vaya, pero sus padres también querían descansar, asumía. Me iba triste con la intención de hacer mis tareas, pero prometiendo volver a jugar tan subrealistamente.
Fue gracias a Lusián que yo aprendí a montar bicicleta. Ellos
eran dos hermanos y tenían dos padres, a diferencia mía que sólo tenía una mamá y ningún hermano. Los mellizos durante ese verano habían estado yendo al parque para aprender a montarlas. Yo también iba, sólo que a verles y trotar a su lado mientras pedaleaban, al menos para conversarles, ¿no? No me molestaba. En una oportunidad Lusían me ofreció la suya para intentarlo, esta era más baja, no tenía el asiento como la de su hermana. No fue fácil, pero luego de muchos intentos y sensaciones de flote y mareo logré dominar el timón mientras el desnivel del suelo me llevaba hacia adelante. Dos meses después ya era un experto en dar vueltas al parque y hasta en llevarla dos cuadras más allá, a su casa.
Los años pasaron y yo tuve que cambiar de colegio, cada vez nos alejabamos más y más. Luego de unos tres años nos hablabamos muy poco, aunque algunas veces algunos chicos que habían estudiado conmigo iban a su casa a hacer trabajos o ver películas, era ahí cuando podía saludarles. De todas formas eran mis vecinos, aunque a diferencia de otros niños yo no salía a jugar al barrio o pasar mis ratos libres en la calle. Asi que nuestros acercamientos sólo eran los oficiales, se reducían a tres: cumpleaños, navidad y año nuevo. En los dos últimos reventabamos cohetesillos, unos chinos que su papá conseguía en su trabajo. Yo encendía sólo lo pequeños porque me mariconeaba. Lusián, su primo y su papá sí lograban encender aquellos largos dentro de botellas de vidrio produciendo silvidos agudos y ráfagas fugaces en el cielo barranquino, siempre me quedaba sorprendido por el show gratuito que me regalaban. Nos despedíamos más o menos a la 1 de la mañana e iba directo a casa para dormir.
Volví a estudiar con ellos al entrar a cuarto de secundaria. Estabamos más grandes, pero aún nos respetabamos tan infantilmente que nunca tocábamos temas sobre sexo, alcohol o drogas. No vocalizabamos lisura alguna, palabras en doble sentido ni mucho menos comentabamos sobre fiestas. Era extraño, nuestras vidas había evolucionado, pero habíamos congelado nuestra relación en las épocas del Fantasma Escritor. A medida que iba conociendo a más personas en el salón, dejaba de sentarme tras Fiorella, con quien más hablaba, e iba junto a los chicos desordenados con quienes conocí el mundo real y pasé increibles y inolvidables aventuras adolescentes. Así continuó pasando el tiempo hasta llegar el momento en el que sólo nos saludabamos de vez en cuando, sin embargo aún éramos vecinos y pese a haber terminado la secundaria nos frecuentabamos, especialmente para acompañar a Fiorella a su universidad; sus padres y ella temían por su integridad y es que su soplo al corazón podría agravarse a razón de la ansiedad y nadie podría notificarles de su estado.
Una operación era lo que ella necesitaba, una con relativa urgencia, para mejorar el funcionamiento de sus ventrículas, que ya estaban algo comprimidas por el paso de los años. Si no lo hacían, los médicos pronosticaban algunos problemas. Su mamá, una gran mujer, valiente y sumamente amorosa con ella, quería, como toda madre, su bienestar; así que aceleró los trámites para la operación. Yo tenía un tío cardiólogo trabajando en ese lugar, pero no estaba para entonces en Perú, asi que, se me hizo imposible ayudarle a conseguir una cama. El clima general en los conocidos de Fiorella era de tensión. Todos queríamos la operación fuera exitosa y que su vida sea mucho más fácil y libre de lo que ya era.
Una noche de Mayo a fin de mes. Recibi una llamada, era Lusián, - qué extraño - una voz llorosa, desesperada y exceptica sollozaba diciendo: - Kikin, Fiore.... ven a la casa, ¿ya? La Fiore - . Fiorella había muerto. Fue una hemorragia interna. Luego de la exitosa operación, su cuerpo no soportó mucho las suturaciones y ralos cuidados intensivos que le dieron en el hospital Edgardo Rebagliati. Cuando entré a su casa, estaba en shock. No quería llorar. No lloro cuando alguien muere, sin embargo presioné mi corazón y sollozé abrazado a Lusían y su madre, intenté preguntar qué harían con ella y cómo pasó, luego evité pedir más detalles, no quería sobreincomodarles.
Han pasado dos años ya, las cosas han cambiado mucho desde entonces. Su papá es más pacífico, su hermano ha logrado superarlo de mucho, trabajando fuertemente y su mamá es muy valiente. ¿Saben? Siempre admiré a esa familia, porque ellos tenían muchas cosas que yo no, y ahora continúan teniendo una diferencia: Unidad familiar y amor de conjunto.
La entrada que he escrito ha sido larga porque el tiempo que conocí a Fiorella fue prolongado, más de 10 años juntos, años infantiles, experiencias que valen el doble y la experiencia de sentir tener una hermana, fueron intentadas resumir en esto.
Este mes, Mayo, es el aniversario de su muerte, y esta entrada es mi humilde homenaje para la chica más pura, buena, sincera y limpia que he conocido en toda mi vida humana. Sé que cuando la gente muere hablan maravillas sobre ellos, pero esto, créanme, esto sí fue real. Fiorella, gracias por haber aparecido y demostrarme que los ángeles en la tierra tienen una función importante: Ablandar los corazones de aquellos que aún no han reaccionado.